Me encuentro en un remoto pueblo de pescadores del nordeste de Brasil, en el estado de Alagoas, entre otras razones porque en setiembre de este año iniciará aquí sus actividades académicas el Ciseco, Centro Internacional de Semiótica y Comunicación, con un coloquio internacional en el que expertos venidos de muchos países, discutirán qué pasa con la función presidencial en las democracias de este comienzo del tercer milenio. El día martes por la tarde, se produjo en el pueblo un acontecimiento importante (quiero decir: la noticia habría sido publicada en el periódico local, si hubiese existido uno). De golpe se escucharon gritos: Peixe boi! Peixe boi! Era Lua (Luna) que había sido avistada a pocos metros de la playa.


Luna es una adolescente de 16 años perteneciente al género Trichechus, más conocido como el género de los manatíes. Se trata de un mamífero herbívoro en vías de extinción, que en el nordeste brasileño puede estar tanto en el agua dulce de los ríos como en el agua salada del mar. Su cuerpo tiene entre 3 y 4,5 metros de largo y puede pesar entre 300 y 500 kilos. Su longevidad es cercana a la del homo sapiens (hasta 60 o 70 años), y como se caracteriza por un carácter manso y juguetón, ha sido cazado durante mucho tiempo como alimento. Hoy es en Brasil una especie protegida, y en la reserva biológica que se extiende de Recife a Maceió, es vigilada por los responsables del Proyecto Peixe Boi. ‘Peixe boi’ es traducido habitualmente como ‘pez vaca’, aunque algunos especialistas de la cuestión han propuesto que el femenino de ‘peixe boi’ sea ‘peixe mulher’, ‘pez mujer’. El martes, apareció a pocos metros de donde yo me encontraba y al día siguiente me enteré que Luna había perdido su radar y los responsables su rastro.


Sea como fuere, Luna generó sobre la playa una situación que sólo más tarde comprendí como íntimamente relacionada con nuestro coloquio de setiembre, aunque no me cabe duda que Luna es más simpática que algunos presidentes. Presencié algo así como una escena primitiva de la constitución del vínculo social. En un primer momento, hubo quienes se lanzaron rápidamente al mar para entrar en contacto con Luna. Otras personas, algunas familias con sus niños, se quedaron mirando desde la playa, comentando y gritando. El juego en el agua duró no menos de dos horas, hasta que cayó la noche. Luna bebió incansablemente agua dulce de una botella de plástico como si fuese un biberón, y se comió alguna zanahoria. Pudimos acariciarla, buscarla cuando se sumergía para reaparecer sorpresivamente detrás de alguno de nosotros, hacer ruido con las manos para llamar su atención, controlar cooperativamente la jangada que estaba anclada a pocos metros de la playa y alrededor de la cual tenía lugar la acción, para evitar que, con el oleaje un poco fuerte, alguno se golpeara. En cuestión de minutos, un grupo heterogéneo compuesto por habitantes del pueblo, turistas, pescadores, algún funcionario municipal y unas pocas personas interesadas en la comunicación y la semiótica, se había convertido en un colectivo intensamente concentrado en un foco central de interés. Sin tener conciencia de ello en ese momento, había asistido al nacimiento de una escena social y su público. Luna fue el mejor programa de televisión de aquella tarde, y más a la moda, imposible: interactivo.


Se sacaron innumerables fotografías, lo cual expresaba una característica básica de todos los públicos. Por un lado, los que están en la situación son un colectivo, están produciendo, en el instante mismo, un vínculo social. Y un público parece engendrar de inmediato la necesidad de producir imágenes de sí mismo. Por otro lado, yo quiero sacarme la foto con Luna, tener la prueba de que estuve allí esa tarde, que jugué y acaricié a un manatí, y después poder mostrar esa imagen a mis familiares y a mis amigos, que no estuvieron allí, para crear una diferencia que a partir de ese momento pasa a formar parte de mi identidad y de mi biografía. Eterna tensión entre el colectivo y el individuo. En todo caso, a la estrella del programa la cosa pareció gustarle: al día siguiente, Luna rondaba todavía por las inmediaciones.


En nuestras sociedades, el sistema de medios no hace otra cosa que generar, día tras día, colectivos. En el lejano pasado histórico y hasta no hace mucho, esos colectivos eran públicos presenciales y en tiempo real, como en el teatro. En esta modernidad tardía que vivimos, la mayoría de los colectivos se transforman en públicos virtuales, y la simultaneidad en el tiempo es cada vez menos una condición de la puesta en escena. Todos estos son colectivos de comunicación, que existen en la medida en que sus miembros comparten la focalización, más o menos intensa, en una escena. La obsesión de todo especialista de marketing es poder comunicarse con esos colectivos en el momento en que están funcionando.


Pero hay otro colectivo, fundamento de la democracia moderna, que nace a fines del siglo XVIII y que siempre fue virtual: el colectivo de los ciudadanos. No es un colectivo de comunicación, un público, sino un colectivo formal, porque no resulta de una escena específica que se consume en un momento dado, sino del decreto del dispositivo democrático según el cual todos somos iguales ante la ley. Sabemos que comunicar con ese colectivo formal es más difícil que comunicar con los consumidores de un programa de televisión. No obstante, la clase política busca permanentemente, con mayor o menor suerte y con mayor o menor ayuda de los medios, generar escenas que conviertan el colectivo de los ciudadanos en un público. Y en esas escenas, es posible que el rol de la función presidencial esté cambiando. ¿No sería interesante enfocar el fenómeno Obama desde esta perspectiva?


Con su cola en forma de espátula y el sonido de su canto, parece que los manatíes están en el origen de la leyenda de las sirenas. En todo caso, el orden al que pertenece la familia Trichechidae fue llamado Sirenia por esa razón. Bueno, con esta ayuda de la mitología griega, Luna tiene asegurada una fascinación que envidiaría más de un presidente.